martes, 15 de enero de 2013

HACES DE LUZ (SEGUNDA PARTE)

Continuamos con Aurelio y Aurora, la segunda parte de la historia comenzada ayer, espero os siga gustando.





HACES DE LUZ (SEGUNDA PARTE)

Pero sigamos con lo que nos interesa, nos habíamos quedado con Aurelio despertando ante la atenta mirada de Aurora, Aurelio ha conseguido sentarse en la cama, sus viejos músculos ya no le permiten hacer movimientos bruscos y el solo hecho de levantarse se convierte en una jornada de gimnasio. Sentado en la cama busca sus pantuflas y tras pisar el frío suelo de losa en varias ocasiones consigue ponérselas. Antes de levantarse busca la mirada de Aurora, pero ella se hace la dormida, Aurelio sonríe para sí, y con gran esfuerzo consigue besarle la frente, aún recuerda la primera vez que beso aquella frente que no siempre estuvo arrugada. Fue en un baile, ella era una niña, él ya había terminado el servicio militar, ella reía con sus amigas mirando a los mozos, él bebía una bota de vino, ella le miró, el se ruborizo, ella se acerco a buscar algo, él se arriesgo, sesenta años más tarde Aurelio termina de besarle la frente y comienza a bajar las escaleras del viejo caserón.

Ahora es Aurora la que comienza a incorporarse, ella es menuda y su cuerpo es más ágil, sus pequeños pies ya pisan el suelo, un saltito por la sensación de frío y ya esta de pie, la camisola blanca le cubre el cuerpo, coge una bata que antaño fue marrón y se protege del frío de la habitación. Comienza a bajar los escalones de madera, tan solo la luz de la ventana iluminan la bajada, ¿Cuándo arreglará la bombilla? Se pregunta. Abajo la vieja cocina, vieja pero con todos los artilugios que a lo largo de los años le han ido regalando sus hijos, que si el friegaplatos, el microondas… ella no usa nada de eso, coge una vieja cacerola y comienza a calentar la leche para el café de Aurelio.

Aurelio lleva un rato sentado, leyendo el periódico de hace varios días, mientras Aurora procede con su rutina diaria, hacer tostadas, calentar la leche, poner la mesa. De vez en vez Aurelio levanta la mirada y la observa absorto,  ¿cómo puede tener esa vitalidad?, se pregunta. Ella no para, corre de un lado al otro de la cocina, cuando no se quema una tostada, se derrama la leche y cuando la mañana sucede tranquila Aurora se aburre.

Aurelio termina de desayunar, Aurora aún no se ha sentado, Aurelio no ha parado de hablar del largo día que le espera, primero recoger las lechugas y los tomates, después dar de comer a los cerdos, porque alguien tendrá que hacerlo, después coger el tractor. Todos los días Aurelio le cuenta lo mismo, todos los días las mismas tareas, todos los días Aurora le escucha sin pestañear.

Aurelio se marcha, la casa se queda muda, Aurora por fin se sienta y desayuna, en silencio, mira la silla vacía de su amado, mira las sillas vacías de sus hijos, recuerda aquella misma cocina muchos años atrás, gritos, peleas, Ramiro siempre chinchando a sus hermanos pequeños, ¡Ay Ramiro porque se alistaría en el ejercito! Recuerda a sus niños corriendo alrededor de la mesa, recuerda los cuentos de Aurelio al lado de la chimenea de la sala, los niños lo escuchaban como si el mismo Dios les hablará y ella también le escuchaba así. También recuerda el momento en que Ramiro se fue para no volver nunca, el día de la despedida, no ha llorado nunca tanto como el día en que él se fue, ni siquiera con los niños que nacieron muertos por obra divina, las madres tienen ese sentido para saber que no van a volver a ver a sus hijos.

Pero ahora la casa esta vacía, tan solo las moscas la visitan en alguna ocasión, no recuerda la última vez que vio a sus nietos, tan solo Alfonso viene de vez en cuando, siempre solo, sin mujer y sin niños, solo él. Se queda poco tiempo, come un buen estofado y se marcha, no da tiempo de hablar, ni de sentarse en la vieja sala al lado de la chimenea, todo va demasiado rápido piensa Aurora.


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